Une fiction historique glaçante et inoubliable, aux confins de l’Antarctique
Hacia fines del mes de octubre último, entró un joven en el Palacio Real, en el momento en que se abrian las casas de juego, conforme a la ley que protege una pasión esencialmente imponible. Sin titubear apenas, subió la escalera del garito senalado con el número 36. - ¡Caballero! ¿Me hace usted el favor del sombrero? -requirió en voz seca y grunona un viejecillo paliducho, acurrucado en la sombra, resguardado por una barricada, y que se levantó súbitamente, mostrando un rostro vaciado en un tipo innoble. Cuando entras en una casa de juego, la ley comienza por despojarte de tu sombrero. ¿Sera ello una parabola evangélica y providencial? ¿Sera mas bien una manera de cerrar un contrato infernal contigo, exigiéndote no sé qué prenda? ¿Sera quiza para obligarte a guardar actitud respetuosa para con aquellos que van a ganarte el dinero? ¿Sera por ventura, que la policia, agazapada en todos los bajos fondos ociales, tiene afan de averiguar el nombre de tu sombrerero o el tuyo, si es que le has estampado en el forro? ¿Sera, en fin, para tomar la medida de tu craneo y confeccionar una instructiva estadistica, relativa a la capacidad cerebral de los jugadores?
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