Dans ce recueil de 13 nouvelles, la jeune autrice mexicaine frappe fort mais juste
Solemne, el gordo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma de jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la manana le sostenia levemente en alto, detras de él, la bata amarilla, descenida. Elevó en el aire el cuenco y entonó:
-Introibo ad altare Dei.
Deteniéndose, escudrinó hacia lo hondo de la oscura escalera de caracol y gritó con aspereza:
-¡Sube aca, Kinch! ¡Sube, cobarde jesuita!
Avanzó con solemnidad y subió a la redonda plataforma de tiro. Gravemente, se fue dando la vuelta y bendiciendo tres veces la torre, los campos de alrededor y las montanas que se despertaban. Luego, al ver a Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rapidas cruces en el aire, gorgoteando con la garganta y sacudiendo la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y sonoliento, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró friamente aquella cara sacudida y gorgoteante que le bendecia, caballuna en su longitud, y aquel claro pelo intonso, veteado y coloreado como roble palido. Buck Mulligan atisbó un momento por debajo del espejo y luego tapó el cuenco con viveza. -¡Vuelta al cuartel! -dijo severamente. Y anadió, en tono de predicador: -Porque esto, oh amados carisimos, es lo genuinamente cristino: cuerpo y alma y sangre y llagas. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Hay algo que no marcha en estos glóbulos blancos. Silencio, todos.
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