Dans ce recueil de 13 nouvelles, la jeune autrice mexicaine frappe fort mais juste
Eran las cuatro de la madrugada.
El sol banaba con sus primeros rayos dorados la espaciosa estepa que, cubierta de rocio, refulgia como salpicada de diminutos brillantes. La niebla, ahuyentada por la brisa matutina, se habia detenido al otro lado del rio, formando una muralla plomiza. Las espigas de centeno, las cabezas de los cardos y los botones de los rosales silvestres se erguian, quietos y apacibles, meciéndose y susurrando entre si muy de tarde en tarde. Sobre los campos, por encima de nuestras cabezas, aleteando serenamente, volaban milanos, azores y lechuzas. Estaban cazando... Akim Petrovich Otletaiev, el juez de paz, el médico del pueblo, el yerno de Otletaiev, apellidado Predpolozhenski; el alcalde, que se llamaba Kozoiedov, y yo, ibamos de caza en el coche de Otletaiev. Tras nosotros, con la lengua fuera, corrian cuatro perros. El médico y yo éramos delgados, pero los demas, en cambio, parecian barriles; por eso, aunque el carruaje era ancho, ibamos apretados como sardinas. Yo metia a menudo el codo y la culata de mi escopeta en la barriga de Kozoiedov. Todos nos empujabamos, jadeabamos, nos dabamos a los demonios y nos odiabamos con toda el alma, ansiando poder salir del coche. Queriamos internarnos en la estepa para matar perdices, codornices; aves acuaticas y, si la fortuna nos era propicia, incluso avutardas. Nos acaudillaba Otletaiev, dueno del coche y de los caballos, y gracias al cual se habia organizado la partida. Por oprimidos que llevaramos los cuerpos, nuestras almas estaban henchidas de las mas placenteras alegrias.
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