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Era a principios de abril. Bernard Longueville habia pasado el invierno en Roma para, luego, viajar al norte por imperativo de varias obligaciones sociales que le reclamaban al otro lado de los Alpes. Pero el encanto de la primavera italiana le tenia seducido y buscó un pretexto para demorarse. Habia estado cinco dias en Siena, aunque en principio debian de ser dos; aun asi le resultaba imposible proseguir su viaje. Era un joven con tendencia a la contemplación y la imaginación y esta era su primera visita a Italia, asi que su demora no debe ser juzgada severamente. Le encantaba dibujar y tenia la intención de pergenar algunos bocetos. En Siena habia dos viejas fondas, ambas igual de astrosas y sucias. En la elegida por Longueville se entraba por un oscuro y maloliente paso abovedado, coronado con un rótulo que en la distancia podia antojarsele al viajero como un remedo del aviso del Dante: que se abandonara toda esperanza. La otra fonda no estaba muy lejos y, al dia siguiente a su llegada, al pasar ante ella, vio que entraban dos mujeres -que evidentemente pertenecian a la nutrida cofradia de las turistas anglosajonas-, una de las cuales era joven y de muy buen porte. La disposición -o mas que disposición- de Longueville a la galanteria hizo que el incidente despertara en él cierto pesar. Pensó que de haberse alojado en la otra fonda habria podido gozar de una compania encantadora; en cambio, en el establecimiento elegido solo habia un esteta aleman que fumaba tabaco barato en el comedor. Caviló que la fortuna siempre le deparaba esto, reflexión muy propia de él. Los sentimientos del momento le condicionaban, lo cual no resultaba del todo justo: era fruto de la intensa impresión que el instante propiciaba.
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